Capítulo 1
Fue idea de la señorita McDaniels que Wilson Bellevue y yo trabajáramos juntos en la Tienda de los Carneros, una tarea que nadie quiere. Que se sepa: yo había pedido ser una de las presentadoras en los anuncios matutinos con mi mejor amiga Lena. Pero ¿a que no adivinas? Los padres de Darius Ulmer decidieron que era hora de que lidiara con sus «problemas de timidez», así que le dieron la plaza a él en vez de a mí.
En todo caso, cuando la señorita McDaniels nos llamó a Wilson y a mí a su oficina, ninguno de los dos tenía ni idea de lo que ella quería, lo que ya de por sí debió haber sido una señal de alarma. Nos sentamos en un banco de madera cerca de su escritorio a las 8:15 en punto, tal y como decía su nota, ya que la tardanza es el modo más rápido de caerle mal. Es por lo que algunos niños la llaman, a sus espaldas, el Cronómetro.
No se imaginan lo incómodo que fue; Wilson y yo no teníamos nada que decirnos mientras esperábamos. Yo tan solo lo conocía de las clases de educación física y de ciencias naturales, el niño tranquilo con pecas en la nariz y el cabello pelirrojo que lleva a lo natural. También había notado su modo de caminar. Mueve una cadera hacia adelante para que su pierna derecha no tropiece con el piso. Dice que no le duele ni mucho menos. Nació así, nos dijo el año pasado durante una de esas fastidiosas actividades para romper el hielo a las que nos obligan en el primer día de la escuela. En cualquier caso, en realidad no nos habíamos hablado mucho este año. La única otra cosa que sabía de buena tinta es que su familia es cajún y creol de Luisiana. Nos lo dijo la vez que trajo sopa de quimbombó al festival culinario de Un Mundo cuando estábamos en sexto grado. Estaba riquísima, si no te importaba empezar a sudar de pies a cabeza por lo picante que era.
La señorita McDaniels tomó su llavero y nos hizo que la siguiéramos por el pasillo hacia la cafetería, con nuestros mocasines chirriando en los tranquilos corredores.
Unos minutos más tarde, estábamos parados frente a la Tienda de los Carneros, conocido como el clóset de suministros antes de que el señor Vong y su equipo fuesen promovidos a una habitación más grande cerca del gimnasio. Ahí fue cuando nos dio la mala noticia.
Nos habían reclutado.
—Creo que ustedes dos harían un equipo administrativo muy bueno para la tienda de la escuela —dijo mientras abría la puerta a un espacio pequeñísimo. Una caja de lápices con un cartel que decía inventario estaba recostada en una pared cerca de las pelusas. Un cajero metálico y una calculadora reposaban en un escritorio desechado y con las patas desniveladas—. Pueden perfeccionar sus habilidades matemáticas y de negocios aquí mismo y, de paso, adquirir experiencia en la vida real.
Intenté mantener mi mirada de odio mortal en el nivel más bajo. En primer lugar, si mis habilidades de negocios estuvieran más afiladas, tendría que inscribirlas como armas, así que muchas gracias. ¿Quién se piensa ella que ayuda a papi a descubrir la solución para ofrecer sus servicios y escribir el material de promoción? Sol Painting, Inc. no tiene cinco estrellas en Yelp por gusto. Y en lo que respecta a Wilson: ya él era un genio en las matemáticas. He escuchado que les da veinte vueltas a los demás estudiantes en la clase de álgebra que toma con alumnos de noveno grado.
Pero lo más grande de todo es lo injusto que era todo esto. A Lena le tocaron los anuncios matutinos. A Hannah la asignaron de asistente de suministros en el superchévere taller de creación, que es nuevo este año. ¿Y a mí? A mí me esperaba una mazmorra que era el cementerio de la diversión… y nada menos que con un varón como mi única compañía.
Wilson se quedó también como una piedra.
—¿No hay otra cosa? —preguntó—. ¿A lo mejor el Club de la Tierra? Yo no tendría ningún problema con enjuagar los reciclables.
Lo miré de reojo y estuve de acuerdo con él en secreto. Incluso lavar cajas de jugo y bandejas plásticas de la merienda parecía mejor. ¿Qué más había que hacer en la Tienda de los Carneros, excepto vender bolígrafos y lápices a niños que los habían olvidado en casa?
Ella frunció los labios.
—Me temo que no. El doctor Newman está muy interesado en mejorar la tienda escolar este año, y a mí me hacen una falta muy especial estudiantes sólidos que sean buenos asistentes en esta tarea.
Nos estaba untando mantequilla como si fuésemos pastelitos. La pregunta era: ¿por qué?
Entonces nos entregó un panfleto de Poxel School, en North Palm Beach. La Plaga, que es como llamamos a esa escuela por estos lares, es nuestra archirrival en todo, desde el fútbol hasta el paisajismo. ¿Quieres clavarle una estaca en el corazón a nuestro director? Dile al doctor Newman que Poxel es mejor que Seaward Pines en lo que sea. El panfleto mostraba fotos de su proyecto de construcción, recientemente terminado. En el mismísimo centro había una foto de su nueva tienda escolar, que parecía pertenecer al centro comercial de Gardens Mall. Ropa, aparatos electrónicos, un café, sillones puff y todo lo que pueda ocurrírseles. Había hasta un enlace en la red para comprar
online.
Le solté una mirada desalentadora.
—Le van a hacer falta hacedores de milagro, señorita, no nosotros.
Wilson asintió, respaldándome.
—Ella tiene razón, señorita McDaniels.
Yo casi podía sentir cómo el aire a nuestro alrededor se enfriaba mientras ella achicaba los ojos y se atrincheraba.
—Tal vez yo les pueda persuadir de otro modo. He sido autorizada a ofrecerles un beneficio sustancial si ambos aceptan hacer este trabajo —dijo.
—¿Beneficio? —dijo Wilson.
—Déjeme adivinar —dije, con el alma en terapia intensiva—. Lápices gratis de por vida.
Wilson hizo ademán de reírse, pero la mirada cortante de la señorita McDaniels convirtió mi chiste en pura
ceniza.
Ser maleducado, como ella dice, está en lo más alto de su lista de cosas que no debemos hacer, especialmente los estudiantes de séptimo grado.
—Con eso no quiero decir que los lápices no sean útiles —musité.
—Mejor que lápices. —Bajó la voz y sus ojos nos miraron fijamente—. ¿Qué le dirían a comer postre gratis a diario en la cafetería? En específico, el pastel de limón de la señora Malta.
La boca se me hizo agua.
Un borde de galleticas Graham. Un relleno agrio y crema batida. Ese es mi punto débil en el comedor, y ella lo sabía. Y por la cara de Wilson, también era el suyo.
A lo mejor podíamos ser socios de negocio después de todo.
—¿Gratis? —Yo siempre traigo mi almuerzo de casa gracias a mami. Jamás me pone golosina dulce.
Asintió lentamente para que digiriéramos la información.
—Todos. Los. Días.
Wilson y yo intercambiamos miradas.
—Está decidido, entonces —dijo la señorita McDaniels con aire de victoria.
A veces tienes malas opciones, pero aun así tienes que escoger; como, por ejemplo, ¿te comes la yuca o el quimbombó en casa de Lolo y abuela a la hora de la cena?
Tienes que sacarle el mayor provecho posible a la situación. Por tanto, eso fue lo que hice.
—Trato hecho —dije. Si me iba a morir de aburrimiento con un niño a quien apenas conocía, al menos habría pastel. Y Wilson, encogiéndose de hombros, dijo que también aceptaba el trato.
Copyright © 2021 by Meg Medina, Translation by Alexis Romay. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.